Dostoievski y el parricidio

Ensayo clínico sobre Dostoievski

dostoievski y el parricidio

Autor: Freud, Sigmund, 1856-1939 [autor]

Colaborador(es): López-Ballesteros y de Torres, Luis López [traductor]

Traducción publicada en 1928

Género: Ensayo (clínico)

Lenguaje original: Alemán

Idioma: Español

Dostoyevski y el parricidio

En la rica personalidad de Dostoyevski podemos distinguir cuatro facetas: el poeta, el neurótico, el moralista y el pecador. ¿Cómo orientarnos en esta intrincada complicación?

Por lo que al poeta se refiere, no hay lugar a dudas. Tiene su puesto poco detrás de Shakespeare. Los hermanos Karamazof es la novela más acabada qué jamás se haya escrito, y el episodio del gran inquisidor es una de las cimas de la literatura mundial. Por desgracia, el análisis tiene que rendir las armas ante el problema del poeta.

El aspecto más accesible de Dostoyevski es el de moralista. Cuando se le quiere ensalzar como hombre moral, alegando que sólo quien ha atravesado los estratos más profundos del pecado puede alcanzar el culmen de la moralidad, se olvida algo muy importante. Moral es quien reacciona ya contra la tentación percibida en su fuero interno y no cede a ella. Aquel que, alternativamente, peca y se plantea luego, movido por el remordimiento, elevadas exigencias morales, se expone al reproche de facilitarse demasiado las cosas. Ha eludido el mandato esencial de la moralidad –la renuncia–, pues la observación de una conducta moral es un interés práctico de la Humanidad. Nos recuerda a los bárbaros de la emigración de los pueblos, que mataban y hacían luego penitencia en una técnica destinada a hacer posible el homicidio. Iván el Terrible no obraba de otro modo, y esta forma de conciliar la conducta personal con la moralidad es, incluso, un rasgo característico del alma rusa.

Tampoco el resultado final de la lucha moral de Dostoyevski es nada loable. Después de luchar desesperadamente por conciliar las aspiraciones instintivas del individuo con las exigencias de la comunidad humana, acaba sometiéndose a la autoridad seglar y a la eclesiástica, venerando al zar y al Dios de los cristianos y propugnando un estrecho nacionalismo ruso, actitud a la que otros espíritus más deleznables han llegado con mucho menos esfuerzo.

Éste es el punto débil de la magna personalidad de Dostoyevski: no quiso ser un maestro y un libertador de la Humanidad y se situó al lado de sus carceleros. El porvenir cultural de la Humanidad tendrá muy poco que agradecerle. No sería acaso difícil demostrar que su neurosis le condenaba a tal fracaso. La elevación de su inteligencia y la fuerza de su amor a la Humanidad abrían a su vida otro camino distinto: el camino del apostolado.

Pero también, contra la idea de considerar a Dostoyevski como un pecador o un criminal, se alza en nosotros una violenta resistencia, que no tiene por qué fundarse en la estimación vulgar del criminal. No tardamos en descubrir el verdadero motivo: el criminal integra dos rasgos esenciales: un egotismo ilimitado y una intensa tendencia destructora, siendo común a ambos y premisa de sus manifestaciones el desamor, la falta de valoración afectiva de los objetos humanos. Dostoyevski entraña, por el contrario, una gran necesidad de amor que se evidencia en manifestaciones de suprema bondad y le permite amar y auxiliar, incluso en ocasiones en las que era innegable su derecho al odio y a la venganza; por ejemplo, en sus relaciones con su primera mujer y con el amante de la misma. Nos preguntaremos entonces de dónde nos viene la tentación de incluir a Dostoyevski entre los criminales. Respuesta: es la elección de sus temas literarios, en la cual prefiere los caracteres egoístas, violentos y asesinos, la que indica la existencia de tales inclinaciones en su fuero interno, como igualmente algunos hechos reales de su vida, tales como su pasión por el juego, y acaso el haber abusado sexualmente de una muchacha impúber (confesión)[1]. La contradicción se resuelve por el descubrimiento de que el fortísimo instinto de destrucción de Dostoyevski, que hubiera hecho orientado esencialmente en su vida contra su propia persona (hacia adentro, en lugar de hacia afuera) y se manifiesta, así como masoquismo y sentimiento de culpabilidad. De todos modos, su persona conserva rasgos sádicos suficientes, que se manifiestan en su irritabilidad, su gusto en atormentar y su intolerancia incluso contra personas queridas. Era, pues, en las cosas pequeñas, sádico hacia afuera, y en las de más alcance, sádico hacia dentro, o sea, masoquista; esto es, un hombre benigno, bondadoso y auxiliador.

De la complicación de la personalidad de Dostoyevski hemos extraído tres factores: uno cuantitativo y dos cualitativos. Su extraordinaria afectividad, la disposición instintiva perversa que había de hacer de él un sádicomasoquista o un criminal y sus dotes artísticas, inanalizables. Este conjunto podría existir muy bien sin neurosis. Hay, en efecto, masoquistas completos no neuróticos. Conforme a la relación de fuerzas entre las exigencias instintivas y las inhibiciones a ellas contrapuestas (aparte de los caminos de sublimación disponibles), podría aún clasificarse a Dostoyevski dentro de los llamados «caracteres instintivos». Pero la situación es enturbiada por la coexistencia de la neurosis, la cual, como ya hemos dicho, no es inevitable y fatal en semejantes circunstancias, pero se constituye tanto más fácilmente cuanto mayor es la complicación que el yo ha de vencer. La neurosis no es más que un signo de que el yo no ha logrado una tal síntesis y ha perdido, al intentarlo, su unidad.

¿Qué es rigurosamente lo que prueba la existencia de la neurosis? Dostoyevski se tenía –y era tenido, en general– por epiléptico, a causa de los graves ataques de convulsiones musculares que le aquejaban, acompañados de pérdida de conocimiento y seguidos de honda depresión. Pero lo más probable es que esta pretendida epilepsia fuera tan sólo un síntoma de su neurosis, la cual podríamos clasificar, en consecuencia, como histeroepilepsia; esto es, como una histeria grave. Diagnóstico, desde luego, inseguro, por dos razones: la insuficiencia y la falta de garantía de los datos acoplados sobre la pretendida epilepsia de Dostoyevski y la oscuridad todavía reinante en cuanto a los estados patológicos a los que se enlazan ataques epileptoides.

Veamos, primero, este segundo punto: sería inútil reproducir aquí toda la patología de la epilepsia, que no llega a conclusión alguna definitiva. Pero sí podemos decirnos que el antiguo morbus sacer, la inquietante enfermedad, con sus ataques convulsivos imprevisibles, no provocados, al parecer; su modificación del carácter en un sentido irritable y agresivo y un rebajamiento progresivo de todas las funciones intelectuales, resalta siempre como una aparente unidad clínica. Ahora bien: sus contornos no se nos muestran claramente delineados; muy al contrario, van desvaneciéndose hasta una máxima imprecisión. Los ataques de rápida y brutal aparición, con mordeduras de lengua y evacuación de orina, acumulados al peligrosísimo status epilepticus, durante el cual el sujeto queda expuesto a causarse gravísimas lesiones, pueden aparecer mitigados hasta breves períodos en los que el enfermo realiza, como bajo el imperio de lo inconsciente, algo totalmente ajeno a él. Somáticamente condicionados en general, pueden, no obstante, deber su génesis primera a un influjo psíquico (a un susto) o reaccionar a estímulos psíquicos. Por muy característico que en la inmensa mayoría de los casos sea el deterioro intelectual, conocemos, por lo menos, un ejemplo (Helmholtz) en el que la enfermedad no logró impedir elevados rendimientos de este orden. (Otros casos en los que se ha afirmado lo mismo son inseguros o suscitan las mismas dudas que el de Dostoyevski.)

Los enfermos de epilepsia pueden hacernos la impresión del embotamiento y de un desarrollo inhibido, así como la enfermedad misma aparece frecuentemente acompañada de idiotez patente y de máximos defectos cerebrales, si bien no como elementos necesarios del cuadro patológico; pero los ataques descritos aquejan también, con todas sus variedades, a personas que manifiestan un pleno desarrollo psíquico y una extraordinaria afectividad, insuficientemente dominada en la mayoría de los casos. No es, por tanto, de extrañar que en estas circunstancias parezca imposible mantener la unidad de una afección clínica bajo el nombre de «epilepsia». La homogeneidad de los síntomas exteriorizados parece demandar una interpretación funcional, como si se hubiera constituido orgánica y previamente un mecanismo de derivación anormal de los instintos, mecanismo al que se recurría en las más diversas circunstancias, tanto con ocasión de perturbaciones de la actividad cerebral por una grave enfermedad como ante un dominio insuficiente de la economía psíquica. Detrás de esta dualidad sospechamos la identidad del mecanismo de derivación de los instintos existentes en el fondo. Éste puede también ser un tanto afín a los procesos sexuales tóxicamente motivados en su fondo. Ya los médicos más antiguos decían que el coito era una pequeña epilepsia, reconociendo así en el acto sexual la mitigación y la adaptación de la descarga epiléptica de los estímulos.

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